Las familias se organizan para integrar a decenas de jóvenes en sus hogares y evitar así que los agujeros del sistema legal los dejen por el camino
Redacción
Cada vez que llegaba un cayuco al puerto de La Restinga, en la isla canaria de El Hierro, aparecía a toda velocidad una joven veinteañera, rubia y pecosa, subida a un patinete eléctrico. Vestía el chaleco de la Cruz Roja y arrastraba como podía a los náufragos hasta tierra firme. Les daba una manta y un zumo, como una más de las decenas de voluntarios que se han volcado en los últimos meses ante la llegada de miles de personas desfallecidas al muelle de su pueblo. Pero Melisa González, madre de tres niñas con solo 28 años, fue algo más allá.
Todo empezó una noche de agosto, aunque ella aún no lo sabía. En ese desembarco, al que acudió como siempre con su patinete, había un adolescente senegalés de 16 años al que ella atendió y registró antes de que se lo llevasen a un centro de menores de la isla. El chico, bajo el nombre ficticio de Mamadou porque no quiere que se publique su verdadera identidad, empezó a ir al instituto y a compartir patio de recreo con las hijas de González. “Ellas compensaban lo mal que les tratan [a los inmigrantes], porque aquí, aunque no se note, hay mucho racismo”, explica. Y se hicieron amigos.
Hasta que cuatro meses después, en Navidad, las autoridades metieron a Mamadou y a otros chicos del centro en un barco con destino a Tenerife. La mayoría no volvieron. Dejaron sus pupitres vacíos. El motivo de ese viaje era que los chicos debían someterse a las pruebas de determinación de la edad: normalmente, una radiografía de la muñeca con la que los médicos intentan deducir la edad biológica de los migrantes que dicen ser menores de edad. Ya no volvería a El Hierro, donde había empezado a rehacer su vida.
Mamadou y González retomaron el contacto días después. “Realmente lo estaba pasando mal. No es lo mismo estar en un centro de menores que en el campamento de mayores donde le robaban, pasaba hambre… Al día siguiente lo tenía en mi casa”, recuerda entre risas. Todos sus amigos le dijeron que estaba loca. “Mis padres al principio me preguntaron si estaba segura y al siguiente estaban ya tan felices yendo a la tienda a comprarle unas botas de fútbol”, añade. “Es una responsabilidad muy grande, porque no es que duerma en mi casa, es que yo ejerzo de madre con él también. Pero él está feliz y ha vuelto al instituto”.
Teseida Padrón, de 49 años, y Gilberto Carballo, de 59, también lo hicieron. Dentro y fuera del propio sistema. El matrimonio acogió durante un tiempo a otro chico que llegó en cayuco traumatizado y que no conseguía adaptarse en ningún sitio, ni en Canarias ni en la Península. A sus problemas en un país desconocido se sumaba la presión de su familia en Senegal para que enviase un dinero que no tenía. “Lloraba mucho y se desahogaba con nosotros”, recuerda Padrón. La pareja lo acogió y, tras año y medio en su hogar, el chaval se recuperó, llegó a trabajar como voluntario atendiendo a migrantes como él, a participar en la cabalgata de Reyes, en el carnaval… Ahora está trabajando en una platanera en Tenerife y vuelve a su casa de acogida por Navidad. “Somos su familia”, afirma Carballo.
Ojalá todos los niños estuviesen en una familia y no en un centro
TESEIDA PADRÓN
Por su casa han pasado una decena de niños canarios en acogida, pero desde diciembre ejercen de padres de dos hermanos senegaleses de 9 y 12 años que llegaron en cayuco a Tenerife, también en agosto. No es fácil, porque saben que un día tendrán que irse, pero Padrón tiene claro su papel. “Ojalá todos los niños estuviesen en una familia y no en un centro”, mantiene. “Hay quien va a todas la procesiones, a todas las misas… Nosotros hacemos esto”.
EMERGENCIA IMAGINARIA
Es casualidad que la acogida que asume ahora el matrimonio sea la de dos niños extranjeros, pero parece un guiño del destino ante la dedicación que ambos han volcado ante la emergencia humanitaria que vive su isla desde hace meses. Las llegadas en cayuco han atravesado su vida. Los dos son voluntarios de Protección Civil, el organismo que en El Hierro se ha dejado la piel para atender a los migrantes recién llegados. Han perdido noches de sueño, sacrificado vacaciones, puesto dinero de su bolsillo para cubrir las necesidades básicas de los que llegan… Su hija mayor, Indira, también es voluntaria.
Carballo anda muy decepcionado últimamente con la reacción de una parte de los vecinos de la isla. Le dicen cosas como que habiendo herreños necesitando ayuda, ellos están dando de comer a negros, y que les pagan además por ello. Carballo se cabrea: “Aquí en El Hierro no hay nadie que pase hambre, tienen techo, tienen ayudas… Es como cuando nos dicen [despectivamente] que metamos a los inmigrantes en nuestra casa: pues ya lo hacemos. Y a otros 10 canarios. Llevamos años haciéndolo”.
Fuente: elpais.com