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    Samanta Peñalver, la mujer que lo dejó todo para abrir una escuela en África

    Redacción

    Tres maridos, seis hijos, dos trabajos y, desde hace 14 años, una casa al pie del Kilimanjaro. Samanta Peñalver, hija de una distinguida británica y un ingeniero industrial andaluz, comenzó una nueva vida a los cuarenta y pico y encontró un propósito en África. Fundó un colegio en Moshi (Tanzania) que impulsa la formación de unos 400 niños tanzanos.

    La cordobesa Samanta Peñalver sorbe su té matinal envuelta en la oscuridad del porche de su casa, esperando el momento en el que el imponente Kilimanjaro se recorta en el cielo africano. Con este espectáculo empieza su jornada diaria en un pueblo tanzano (cerca de Moshi) en la frontera con Kenia, no lejos de los parques naturales. Vive junto al colegio que fundó hace 14 años, dejando su trabajo en el área de cooperación de Telefónica y a cinco hijos biológicos en España.

    A esa misma hora salen los niños de sus casas. Caminan hasta 6 kilómetros para llegar a su bonita escuela, con juegos de tela, papel y madera, que favorecen la experiencia Montessori. Algunos tienen solo tres años, los más mayores no alcanzan los siete. La comunidad cuida a los pequeños en su trayecto de ida y vuelta. Por las tardes llegan sus hermanos mayores, procedentes de todos los centros educativos de la zona, a seguir alguna actividad extraescolar (deporte, actividades musicales o plásticas y otras) y reponerse con una merienda cena a base de ugali, un puré de mandioca, con guiso de carne y verduras. Las clases son siempre en inglés para que se acostumbren a la lengua que utilizarán en la etapa de secundaria (en primaria es suajili). La mayoría de tanzanos pobres no la dominan y, compartiendo aula con 90 compañeros, terminan abandonando la educación.

    Un método simple pero eficaz

    Los niños adoran a esta mujer muzung tanto como la temen. “Vais a representar una obra de teatro”, les anuncia. Y la miran atemorizados porque la cultura tanzana es ajena a las artes escénicas occidentales. No salen voluntarios. “Tú”, señala a un crío, “imítame”. Y el niño alza su cuerpo sobre una piedra para simular la corpulencia de mama Sam, toma su sombrero de ala ancha y empieza a dar órdenes con voz grave de fumador, moviendo su brazo a diestro y siniestro. Estallan así las risas de sus compañeros que miran de reojo la reacción de la blanca cordobesa. Ella ríe complacida con la escena: “Esto es actuar”.

    El proyecto africano arrancó en España, con su pareja australiana, su tercer marido, cuando sus hijos empezaban a ser autónomos. Pero la fatalidad llamó a su puerta. Él murió de forma repentina, con los billetes comprados, antes de que la ilusión fraguara en una realidad tangible. Tras meses de duelo e incertidumbre decidió explorar. Viajó por Tanzania, la recorrió en coche. Y decidió instalarse en Moshi. Así nació Born to Learn.

    Construyó el colegio con la solidez de la técnica de las botellas de agua rellenas de tierra, tal y como le enseñó una arquitecta en sus viajes por Latinoamérica. Cada verano pinta las instalaciones. En realidad, lo hace el grupo de adolescentes voluntarios, chicos de 16 a 18 años, que van a vivir una experiencia de cooperación en África. Además de la vivencia les da créditos para entrar en universidades americanas. Esta es una de las financiaciones del proyecto que se nutre también de los beneficios de una fundación de Arusha y de la ayuda del hotel Gran Meliá.

    Durante el año hay más voluntarios. Amigos que traen más amigos y éstos a otros. Todos contribuyen a fortalecer el proyecto con sus conocimientos. Con el tiempo, el colegio se ha convertido en sostenible en energía (un ingeniero catalán instaló placas solares), en agua (pozo potabilizado) y en alimentación (un huerto y un invernadero). Los gastos de mantenimientos son mínimos.

    Un nuevo futuro

    Hace un tiempo, un niño que vivía en las calles de Arusha intentó robar su bolso. Sam le cogió del brazo y no le dejó escapar. “Tengo hambre”, se justificó Baraka, un masai de 9 años. Llevaba tres malviviendo en la calle después de que su madre pereciera en las garras de una hiena cuando iba a por agua al río. “Si quieres un lugar donde vivir y aprender sube al coche, te llevo”. La mujer condujo hasta un orfanato de Moshi y allí lo dejó.

    Cada tarde el huérfano llamaba a su puerta con algún pretexto escolar. Aquel masai perseverante es hoy el sexto hijo de Samanta, ha terminado ingeniería biomédica en la Carlos III de Madrid y este septiembre comienza un máster en Bélgica. “Baraka desea volver a Tanzania para ayudar a construir el futuro de su país”. A Samantha le gusta pensar que le dejará unos amaneceres espléndidos

    Fuente: La Vanguardia