Ha sido considerada por más cuatro décadas una de las teorías más bellas y criticadas de la ecología
Redacción
En la década de 1970, James Lovelock, un biólogo británico, propuso una arriesga hipótesis que causó escándalo, admiración y recelo en iguales proporciones.
Dijo que la Tierra “estaba viva”.
Lovelock, que trabajaba entonces para la NASA y era considerado un científico respetable, no apelaba a suposiciones animistas ni creencias paganas.
Y aunque la llamó la hipótesis de Gaia, en referencia a la diosa primordial de la mitología griega, la Tierra, basaba sus postulados en paradigmas científicos.
Con su investigación, desarrolló un corpus hipotético que reflejaba el equilibrio -y la relación- entre los seres vivos y el resto del planeta.
La hipótesis, que luego futuros estudios volvieron teoría, se volvió popular en las academias de todo el mundo y fue la base para entender la acción del hombre sobre el clima.
Y aunque ha sido cuestionada hasta el cansancio también consagró el nombre de su principal teórico, quien falleció esta semana, el mismo día que cumplía 103 años.
Considerado uno de los biólogos e ingenieros más importantes del siglo XX en Reino Unido, Lovelock realizó también una contribución especial por su descubrimiento de que se podían medir las concentraciones en la atmósfera de los clorofluorocarbonos, los compuestos que se usaban para enfriar los refrigeradores y los aires acondicionados.
Esto llevaría al descubrimiento del agujero en la capa de ozono y a la prohibición de los clorofluorocarbonos en 1987.
Creó, además, un dispositivo que todavía se utiliza para ayudar a medir la propagación de compuestos tóxicos creados por el hombre en la naturaleza, lo que cimentó sus teorías sobre la acción humana sobre el planeta.
Sin embargo, por lo que fue más conocido a nivel internacional fue por la hipótesis que comenzó a ver la vida en la Tierra como sistema en que cada uno de los seres vivos tiene su parte: Gaia.
Lovelock basó su hipótesis inicial en su observación científica de la atmósfera de la Tierra y… de Marte.
Por aquel entonces, a mediados de la década de 1960, trabaja como parte del equipo de exploración espacial de la NASA en el Laboratorio de Propulsión a Chorro en Pasadena, California.
Como experto en la composición química de los dos planetas, Lovelock se preguntó por qué nuestra atmósfera era tan estable.
Consideró que, a diferencia de Marte, algo debería estar regulando el calor, el oxígeno, el nitrógeno y otros componentes esenciales.
“La vida en la superficie es la que debe estar haciendo la regulación”, escribió junto a la microbióloga estadounidense Lynn Margulis, quien fue coautora del estudio sobre Gaia.
Lovelock y Margulis consideraron que todos los organismos y su entorno inorgánico en la Tierra estaban estrechamente integrados para formar un sistema complejo, único y autorregulado.
Esto era, a su vez, lo que mantenía las condiciones para el desarrollo de la vida.
“El clima y la composición química del medio ambiente de la superficie de la Tierra están y han estado regulados en un estado estable para la biota (el conjunto de los organismos vivos)”, aseguraba la investigación.
Lovelock trabajó en su hipótesis inicial por años y luego recuperó modelos y datos de otras ciencias para tratar de crear una teoría.
Fue así como desarrolló el modelo llamado “Daisyworld” (sobre como crecen las margaritas en un mundo imaginario), que sirvió para ilustrar cómo puede funcionar Gaia.
Según teorizó, en un planeta imaginario, similar en muchos aspectos a la Tierra, solo crecen margaritas, con abundancia de nutrientes y agua.
Pero las margaritas blancas y negras compiten por el espacio.
Aunque ambos tipos de margaritas crecen mejor a la misma temperatura, las margaritas negras absorben más calor que las blancas. Cuando el Sol brilla más intensamente, calentando el planeta, las margaritas blancas se extienden y el planeta se enfría nuevamente.
Mientras, cuando el Sol se oscurece, las margaritas negras se extienden, calentando el planeta.
De esta manera, las interacciones competitivas entre las margaritas proporcionan un mecanismo homeostático para el planeta en su conjunto.
En su libro “El futuro del clima mundial”, Martin Rice y Ann Henderson-Sellers explican que este modelo ofreció un “marco matemático” inicial para comprender la autorregulación de la vida en la Tierra y, que con él, volvía a Gaia “la teoría ecológica más ambiciosa basada en la autoorganización.
La fama de la teoría conllevó incluso a que, menos de una década después de haber sido expuesta, científicos de todo el mundo se reunieran en la Universidad de Massachusetts en la Primera Conferencia sobre la Hipótesis Gaia cuyo tema era: “¿Es la Tierra un organismo vivo?”
La hipótesis, sin embargo, no recibió una aclamación universal en el mundo científico.
Muchos expertos la han cuestionado a través de los años y se volvió para el mismo Lovelock un trabajo en proceso para el que fue desarrollando nuevos experimentos y modificaciones a lo largo de los años.
Sus principales críticos han señalado un componente teleológico (concibe un fin o meta: la continuación de la vida) y en, en muchos de sus postulados de equilibrio entre los organismos, va contra de los principios de la selección natural.
Muchos científicos consideran también que está débilmente respaldada o en desacuerdo con la evidencia disponible al punto de que algunos como Tyler Volk la han llamado “pensamiento optimista”.
Más allá de los que todavía defienden o cuestionan la teoría, para muchos uno de sus principales aportes fue también el lugar que da a los humanos dentro de ese sistema y cómo nos presentó como una de las principales amenazas para el equilibrio natural de la Tierra.
“Estamos jugando un juego muy peligroso. Estamos interfiriendo directamente en los principales mecanismos de regulación de Gaia “, dijo Lovelock a la BBC en 2020.
“Mi razón principal para no jubilarme es que, como la mayoría de ustedes, estoy profundamente preocupado por la probabilidad de un cambio climático enormemente dañino y la necesidad de hacer algo al respecto ahora”, agregó.
Fuente: elobservador