Sign Up To The Newsletter

Lorem ipsum dolor sit amet, consectetuer adipiscing elit, sed diam nonummy nibh euismod tincidunt ut laoreet

    El joven español que transformó la vida de madres solteras en Madagascar

    “En pocos meses, esas mujeres a las que antes se las trataba como las ‘apestadas’ se convirtieron en un ejemplo”, afirma Matteo Voltolini

    Redacción

    Voltolini regresó a Madagascar un año después de instalar un aerogenerador para dar agua a una escuela, pero encontró algo aún más profundo: un grupo de mujeres que nunca habían tenido nada… y que hoy lideran la transformación de su comunidad

    Matteo Voltolini, estudiante valenciano de ingeniería, aterrizó en el sur de Madagascar con dos maletas que no llevaban ropa como en otras ocasiones, sino las piezas de un aerogenerador desmontado. Junto a la ONG Agua pura, viajó hasta el “desierto marrón”, una franja árida y olvidada en el mapa, con un objetivo muy concreto: que una pequeña escuela perdida en una cuenca minera pudiera tener agua todos los días. Allí, donde los niños caminaban varios kilómetros para llenar una simple garrafa, él quiso construir una solución que cambiara la rutina de todo un pueblo.

    El aerogenerador funcionó, el agua llegó y los niños lo celebraron tanto que hasta coreaban su nombre diariamente. Así, la escuela dejó de depender únicamente de un pozo solar insuficiente y el pueblo ganó un 30% más de agua disponible. Fue el primer soplo de dignidad en un lugar que vivía al borde del polvo y la supervivencia. Pero lo que Matteo no sabía entonces era que el agua solo iba a ser la puerta de entrada, pues tras ella venía algo mucho más grande

    Un año después, con las manos aún marcadas por el polvo del primer proyecto, decidió volver. No para instalar maquinaria ni por nada relacionado con el aerogenerador, sino con nuevas ideas para ofrecer una alternativa a la mina, ese monstruo del que vive todo el pueblo, pero que también devora todo lo que se interpone en su camino. Matteo volvió junto con dos compañeros, con el apoyo de la universidad, y con una idea que nació observando quién sufría más. “En ese pueblo, las más hundidas eran las madres solteras: diez hijos, sin comida, sin nadie que las defendiera. Eran las parias”, explica.

    Lo que empezó como un análisis técnico del terreno terminó en una pregunta humana: ¿quién necesita la oportunidad que nunca ha tenido? La respuesta estaba ahí, delante de ellos, en las mujeres que caminaban descalzas bajo 40 grados para buscar leña, que sobrevivían a base de arroz, que eran despreciadas por la comunidad y que, aun así, mantenían una fortaleza que Matteo describe como “impresionante”.

    El equipo decidió apostar por ellas. Les consiguieron un terreno, organizaron asambleas, buscaron financiación y diseñaron una cooperativa agrícola. Un cambio radical en un lugar donde la mina es el único horizonte posible. Sabían que cultivar lechugas no iba a sacarlas de la pobreza de un día para otro, pero sí iba a darles algo que nunca habían tenido: propiedad, autonomía y orgullo.

    DIGNIDAD

    Lo que ocurrió después nadie lo esperaba. Ni el pueblo, ni las ONG, ni siquiera ellos, es decir, Matteo, Elena Bravo y Mateo Regal, que fueron los principales impulsores del proyecto. En pocos meses, esas mujeres a las que antes se las trataba como las ‘apestadas’ se convirtieron en un ejemplo. Ahora, el resto del pueblo quería “ser como ellas”. La gente empezó a ver que su esfuerzo podía ser el inicio de un cambio mayor: pasar de un modelo basado en la extracción desesperada a otro que devolviera vida a la tierra.

    La cooperativa funciona bajo un sistema casi circular: desde España se envía dinero solo como préstamo a la cooperativa, y es la propia cooperativa quien presta a las mujeres. Cuando ellas lo devuelven, no vuelve a Europa, sino que se reinvierte en ellas mismas. Se queda en casa, por primera vez en generaciones. “Eso les da poder, orgullo, identidad. No dependen de nadie. Dependen de ellas”, explica Matteo.

    Yo sólo abrí la puerta. Ellas son las que produjeron el cambio

    MATTEO VOLTOLINI

    Pero, como bien se podía imaginar, en un lugar tan recóndito y cerrado como ese, nada fue sencillo. Para llegar a ese terreno tuvieron que negociar con el cacique local, una especie de jefe mafioso que controla la tierra y cobra mordidas del 20% de todo lo que se mueve en la zona. Matteo y su equipo tuvieron que plantarse, negociar y medir cada palabra. “No me sentí amenazado, pero la tensión está siempre ahí”, recuerda. En ese pueblo, la fuerza bruta y la voluntad de progreso conviven como dos animales midiendo territorio.

    Aun así, el proyecto avanzó y las mujeres empezaron a cultivar. Tanto, que la gente las miraba diferente. Fue ahí donde Matteo entendió que el verdadero cambio no era el cultivo, ni la tierra, ni siquiera el futuro que podrían construir, era la dignidad: “Lo más fuerte es ver cómo pasan de ser rechazadas a convertirse en el orgullo del pueblo”, dice. “Ellas no solo cultivan lechugas, cultivan esperanza”.

    Hoy, ese grupo pequeño es una semilla. El sueño, aunque ambicioso, es extender la cooperativa a más vecinos y crear una alternativa sólida a la mina. Aunque es difícil, no es para nada imposible, y es en esto en lo que están basando sus esfuerzos ahora. A pesar de la hazaña, a Matteo no le gusta sentirse el protagonista, pues las que realmente tienen el mérito por todo lo que han tenido que pasar hasta llegar hasta aquí son ellas: “La gente piensa que fui yo quien cambió algo allí, pero no. Fueron ellas. Yo solo abrí una puerta”, explica.

    Fuente: lavanguardia.com