Redacción
El consumo de leche ha supuesto una ventaja evolutiva para la especie humana. Quienes más se han beneficiado de él han sido las poblaciones que lograron, mediante mutación genética, obtener la capacidad de digerir la lactosa. Pero las poblaciones con distintos niveles de intolerancia a la lactosa también encontraron una ventaja adaptativa en el consumo de lácteos fermentados como el yogurt y el queso, con contenido reducido o nulo de este hidrato de carbono.
En la actualidad, la comunidad científica ha llegado al consenso, en contra de muchas ideas, bulos y mensajes erróneos, de que la leche y los productos lácteos aportan prácticamente todos los nutrientes esenciales para las distintas etapas de la vida, especialmente durante la infancia y la adolescencia, pero también en la edad adulta. La leche sigue siendo considerada el alimento más completo desde el punto de vista nutricional, al aportar proteínas con todos los aminoácidos esenciales y de elevada biodisponibilidad, hidratos de carbono como la lactosa –un disacárido que favorece la absorción de calcio y con actividad probiótica–, grasas complejas con una gran variedad de ácidos grasos de cadena corta y media y pequeñas cantidades de ácidos grasos esenciales (Omega 6 y Omega 3), así como una gran contribución de minerales y vitaminas.
Todo ello en un conjunto equilibrado y de bajo poder calórico y, lo que quizá sea lo más importante en los tiempos en que vivimos, a un precio reducido: en algunos casos, el litro de leche puede ser más barato que el litro de agua mineral. Aunque el consumo de leche y productos lácteos no es imprescindible para la vida, desde un punto de vista nutricional no es sencillo poder sustituir el aporte de nutrientes que se obtiene de un simple vaso de leche con otros productos alimentarios en una dieta variada y equilibrada.
El debate sobre la grasa láctea y el colesterol
Pero es alrededor de la grasa láctea donde realmente se ha generado un mayor debate científico y social en las últimas décadas. La grasa láctea, al igual que otras grasas de origen animal, es una grasa denominada ‘saturada’ por contener en su composición un elevado porcentaje de ácidos grasos saturados (AGS) y colesterol, lo que se ha relacionado con el incremento del riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares.
Esta relación, conocida como el paradigma grasa-salud, fue generada en la década de los 60 por el fisiólogo estadounidense y presidente de la American Heart Association Ancel Keys, quien estableció mediante el famoso estudio de los siete países (hoy en día muy criticado y devaluado) la relación entre la incidencia de la enfermedad coronaria (EC) y la concentración total de colesterol plasmático procedente de la dieta, que luego correlacionó con la energía aportada por los AGS. Esta hipótesis estableció las bases para la “demonización” de las grasas de la dieta (principalmente lácteas) y la aparición de las primeras recomendaciones nutricionales donde se aconsejaba la disminución de la ingesta de grasas de manera indiscriminada a toda la población, que se mantienen hasta nuestros días.
Sin embargo, como es bien sabido, correlación no es causalidad y hoy en día se reconoce la ausencia de efectos negativos derivados del consumo moderado de alimentos ricos en colesterol, como el huevo, y en ácidos grasos saturados de cadena corta y media, presentes en un elevado porcentaje en la leche entera. Además, las conclusiones obtenidas después de más de 50 años de controversia sobre la grasa láctea en estudios epidemiológicos y otros de elevado rigor científico (meta-análisis y revisiones sistemáticas) ponen de manifiesto la ausencia de una evidencia científica clara que relacione el consumo de leche entera y de productos lácteos con un incremento del riesgo de enfermedades cardiovasculares o de la mortalidad. Muy al contrario, estos estudios relacionan el consumo de estos alimentos con un efecto inverso en los biomarcadores asociados con la enfermedad cardiovascular y el riesgo de diabetes.
Fuente: Javier Fontecha (CSIC)